Desde las aulas (Parte I)



Por: Marcos Betanzos*
“Hacer arquitectura significa plantearse preguntas uno mismo, significa hallar, con el apoyo de los profesores, una respuesta propia mediante una serie de aproximaciones mediante movimientos circulares. Una y otra vez”. Peter Zumthor.





Desde las aulas es común diagnosticar a aquellas personas que con talento y voluntad viven su proceso de formación académica con un sólido compromiso. Lo ven –me parece- como una fase ideal para adquirir y generar conocimiento, para sorprenderse, para definir qué les gusta exactamente de la carrera que ejercerán y qué no les atrae con tanto impacto. Lo viven –imagino- como una fase de experimentación y análisis, no como un adiestramiento pactado a diez semestres o una negociación que determina que después de cierto esfuerzo (a veces el mínimo) y desencanto, un título profesional los espera sin la mayor preocupación o la más mínima exigencia en su desempeño profesional.

Como compañero de clase o como docente al frente de un grupo, uno puede saber quiénes están ahí con una actitud que va mucho más allá de obtener una calificación aprobatoria. Tristemente, también uno reconoce quienes están ahí por compromiso, aquellos que teniendo talento no tienen vocación u oficio; otros más, que con talento no cuentan con los recursos necesarios para emprender todo aquello que imaginan y quisieran desarrollar. 


Se concibe en muchos casos por error que la decisión de asistir a la escuela es a priori garantía de aprendizaje. Quizá entonces sea pertinente observar la cantidad de universidades que se dedican a “enseñar la arquitectura” en nuestro territorio: México es el país con más escuelas para aprender la disciplina, pero sus ciudades, sus edificios, las políticas para practicarla a nivel profesional, los atentados contra aquellos de valor artístico o histórico, desmienten que esta estadística sea un sinónimo de calidad en la enseñanza. Esbozan bien que “enseñar arquitectura” se ha convertido en un negocio redituable, nada más.

Al finalizar el periodo de formación académica, compiten todos los egresados por un puesto o una posición en el sector laboral que esperan sea una plataforma de desarrollo personal en todos los sentidos posibles. Sin embargo, desde antes llevan el paso de la realidad: en el país los estudios profesionales han dejado de ser un símbolo innegable de ascenso social. Esa percepción se ha diluido.

Así, algunos de ellos –los menos-, saben que tienen un mercado específico donde serán quienes determinen sus límites y garantías profesionales, serán sus propios jefes; otros –la mayoría- tendrán que pasar por un proceso de búsqueda desgastante e injusto (casi siempre), para poder demostrar que poseen las habilidades necesarias para competir y descubrir el lugar que les permita desarrollarse profesionalmente. Dignificar su trabajo será una misión constante. Los despachos solicitarán experiencia y múltiples cualidades: manejo de software, dominio de idiomas, cultura arquitectónica y de diseño, liderazgo y administración, buena presentación, excelente trato con clientes o proveedores; entre otros requisitos de una lista interminable que involucra también conocimiento. 


La realidad es que muchos de los recién egresados con problemas sabrán dibujar, comunicar una idea o representar de forma correcta algo que podría ser construido. Difícilmente habrán viajado y quienes han viajado para conocer “otras arquitecturas” tendrán desarrollada -con carencias- la cualidad de analizar lo que vieron.

 Descubrirán entonces que su proceso de “aprendizaje” dependió de todo aquello que las instituciones donde se formaron les dio: desde el slogan de la universidad y las promesas que implicó, hasta la lista docente y, los pocos o nulos libros en su biblioteca para ser consultados; se darán cuenta que en el mercado profesional no existen los puntos medios ni las tolerancias negociadas comúnmente en las aulas. Descubrirán con amargura que no todo se resume en la institución, sino en su papel activo como arquitectos en formación.

Quizá ahí, descubran la dificultad y daño que implica ser tratado durante cinco años como un cliente caprichoso, voluntarioso y sin obligaciones por instituciones que los visualizan con más facilidad como clientes que como alumnos. Quizá… mientras tanto, desde las aulas habrá que cuestionar si ésta complacencia y sumisión absoluta de las instituciones no debería comenzar a ser estudiada desde el ámbito que más explica la verdad de la situación y sus niveles académicos: queda espacio para analizar a sus egresados, sus obras, nuestras ciudades y su impacto en nuestras vidas. El problema de la calidad educativa no sólo está en la enseñanza pública ni en los niveles básicos… 


*Marcos Betanzos, es arquitecto, fotógrafo y escritor independiente. Becario del Sistema Nacional de Jóvenes Creadores FONCA 2012-2013 en la disciplina de Diseño Arquitectónico.

Fotografía: Marcos Betanzos

@MBetanzos

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