Chimera: una ilusión que se persigue con la convicción de que, aunque improbable, merece ser habitada.
En Hermosillo, Sonora, el punto de partida fue un terreno irregular, atravesado por la presencia serena de un Palo Fierro en el centro. Ese árbol, con su carácter firme y su sombra generosa, sedujo a una pareja que buscaba construir su casa de retiro. No fue sólo una elección geográfica, sino emocional: el árbol se convirtió en el eje silencioso que ordena la arquitectura y da sentido al lugar. Recibe, acompaña y despide; es el habitante imprescindible.
Los futuros moradores llegaron con un universo propio: viajes, colecciones de arte, sensibilidad por la moda, la gastronomía y la arquitectura. Todo ese bagaje se tradujo en una casa que no busca representar estilos, sino resonar con lo vivido. Cada decisión —desde la orientación de los espacios hasta la elección de materiales— responde a una lógica de respeto: por la luz, por el paisaje, por lo que ya existe y merece ser integrado.
La vida social se despliega en una planta libre de doble altura, donde tres arcos de ladrillo aparente enmarcan el espacio para convivir, cocinar y contemplar. La intimidad se resguarda en tres recámaras independientes, una de ellas con patio y alberca privada, pensada para el disfrute exclusivo de la pareja. Los espacios de servicio se disponen con lógica funcional, sin invadir el ritmo de lo cotidiano.
Pero si algo define esta casa es la forma en que fue concebida: como un acto colectivo. Aquí, la arquitectura no es el resultado de una sola mente, sino de muchas voluntades que se encontraron en el momento justo. Desde la idea inicial hasta la última planta sembrada, cada gesto es parte de una sinergia que honra la colaboración, la empatía y el compromiso compartido.
Este proyecto demuestra que la arquitectura puede ser reflejo fiel de quienes la habitan. Que puede romper paradigmas sin perder sentido. Que puede ser sueño, ilusión y realidad al mismo tiempo.
Fotografía: Luis G. Castro
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