Hay dos tipos de arquitectos: los que
entienden el contexto… y los que no.
Mi abuelo me contaba cómo, de niño,
jugaba en la banqueta de su casa en un pueblo de Los Altos de Jalisco. Su mamá
y doña Cuca tejían y platicaban, mientras él jugaba con su perrito Bobi. Por
esa calle pasaba la vida del pueblo: el panadero, el cartero, la gente de
diario.
Hasta que un día, la pelota rodó hacia
la calle. Bobi fue tras ella. Y la desvencijada camioneta de Don Agustín, el
herrero, pasó justo entonces. Ahí terminó la historia del perro. Gritos,
llanto… y un silencio que mi abuelo nunca olvidó.
“Si hubiéramos tenido un zaguán como
el de los vecinos…” me dijo.
Y sin embargo, este proyecto no se
hizo para brillar en revistas, sino para servir. A un cliente que confió. A
usuarios que hoy lo habitan.
Diseñamos un zaguán para cada
vivienda. Un espacio para el juego, para trabajar en paz, para respirar entre
lo público y lo íntimo. Una respuesta al encierro, no al de la pandemia… sino
al que nos quedó después.
Un espacio inusual, útil. Que vende,
sí. Pero sobre todo, que cuida.
Así es Amaité.
Fotografía: Julio Marínez
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